domingo, 14 de diciembre de 2008

UN POEMA A LA SEMANA (8)

Dos poemas de Gloria Fuertes: el primero para reírnos un poquito en estas vacaciones; el segundo, para tomar conciencia del mundo en el que vivimos.

EL CAMELLO COJITO
(AUTO DE LOS REYES MAGOS)

El camello se pinchó
Con un cardo en el camino
Y el mecánico Melchor
Le dio vino.

Baltasar fue a repostar
Más allá del quinto pino....
E intranquilo el gran Melchor
Consultaba su "Longinos".

-¡No llegamos,
no llegamos
y el Santo Parto ha venido!

-son las doce y tres minutos
y tres reyes se han perdido-.

El camello cojeando
Más medio muerto que vivo
Va espeluchando su felpa
Entre los troncos de olivos.

Acercándose a Gaspar,
Melchor le dijo al oído:
-Vaya birria de camello
que en Oriente te han vendido.

A la entrada de Belén
Al camello le dio hipo.
¡Ay, qué tristeza tan grande
con su belfo y en su hipo!

Se iba cayendo la mirra
A lo largo del camino,
Baltasar lleva los cofres,
Melchor empujaba al bicho.

Y a las tantas ya del alba
-ya cantaban pajarillos-
los tres reyes se quedaron
boquiabiertos e indecisos,
oyendo hablar como a un Hombre
a un Niño recién nacido.

-No quiero oro ni incienso
ni esos tesoros tan fríos,
quiero al camello, le quiero.
Le quiero, repitió el Niño.

A pie vuelven los tres reyes
Cabizbajos y afligidos.
Mientras el camello echado
Le hace cosquillas al Niño.


NIÑOS DE SOMALIA

Yo como
Tú comes
El come
Nosotros comemos
Vosotros coméis
¡Ellos no!
(De Mujer de verso en pecho, Madrid: Cátedra, 1996).

UN LUNES, UN CUENTO (10)


VIDA NUEVA
Ana María Matute
1956


-¡Qué asco! –dijo Emiliano Ruiz-. ¡Qué asco! Acabo de pasar por la tienda y está todo abarrotado de gente. Las uvas, más caras que nunca, y todos ahí, aborregados , peleándose para comprarlas. Podridas estaban que yo las vi.
Don Julián le miró vagamente, con sus ojillos lagrimosos.
-No se ponga usted así, don Emiliano –le dijo-. No se ponga usted así.
-El caso es –dijo Emiliano, limpiando con su pañuelo el banco de piedra- que si usted los oye, desprecian todo. Pero luego hacen las mismas tonterías que los antiguos. Yo no sé a qué conducen estas estupideces a fecha fija. Tonterías de fechas fijas. Alegrarse ahí todos, porque sí. Porque sí. No, señor; yo me alegro o me avinagro cuando me da la gana. Como si mañana me da por ponerme un gorro de papel en la cabeza. Porque me dé la gana. Pero así, quieras o no quieras… ¡Bueno, modos de pensar!
Don Julián sacó miguitas y empezó a esparcirlas por el suelo. Una bandada de pájaros grises llegó, aterida .
-Lo que a usted le pasa, y perdone –dijo-,es que está usted más solo que un hongo. Que es usted y ha sido siempre un solterón egoistón y no quiere reconocerlo. Le duele a usted que yo tenga mis hijos y mis nietos. Le duele a usted que yo tenga familia que me quiere y que me cuida. Y que se celebre en casa de uno (en lo que uno pueda, claro) la fiesta, como es de Dios . Ahí tiene, esta bufanda. Esta bufanda es el regalo de estas fiestas. ¿A que a usted no le ha regalado nadie una bufanda, ni nada?
Emiliano clavó una pálida mirada despectiva en la bufandita de su amigo, el pobre don Julián. A don Julián le llamaban en el barrio “el abuelo” . Vivía con su hija, casada, y dos nietecitos. Ambos, don Julián y Emiliano, eran amigos desde hacía años. Todas las tardes se sentaban al sol, en la plazuela de la fuente. Al tibio y pálido sol del invierno, donde los pajarillos buscaban las migas que esparcía don Julián, y escuchaban, entre nubecillas de vapor, las quejas que salían de la boca de Emiliano Ruiz, el viejo profesor jubilado.
Don Emiliano llevaba un trajecillo negro verdoso, cuello duro y pulcro, corbata y puños salientes. Un sombrero de fieltro marrón, cepillado, botines y guantes de lana. Siempre con bastón. Emiliano tenía el rostro pálido y los ojos diminutos y negros. “El abuelo” iba con un viejo abrigo rozado, una hermosa bufanda y una boina negra. Llevaba los pies bien enfundados en dos pares de calcetines de lana y embutidos en zapatillas a cuadros. Cuando nevaba, no salía, y desde la ventana del piso, sobre la tienda, contemplaba al audaz, al duro, al implacable Emiliano Ruiz, que le miraba despreciativamente y le saludaba de lejos. Emiliano nunca llevaba abrigo. “A esos jóvenes estúpidos quiero yo ver a cuerpo, como yo.” Todo el mundo sabía que la jubilación la llevaba don Emiliano clavada en el alma, y odiaba a los estudiantes. “El abuelo”, por el contrario, vivía contento, según decía, dejando la tienda en manos de su yerno. “Ahora vivo con mis hijos, satisfecho, disfrutando el ganado descanso a mis muchas fatigas. Eso por haber tenido hijos y nietos, que me cuidan y me quieren. Los que dicen lo contrario, envidia y solo envidia.”
Era el 31 de diciembre, y en la población todos se preparaban para la entrada del año. Las callecitas de la pequeña ciudad olían a pollo asado y a turrones, y los tenderos salían a las puertas de sus comercios con la cara roja, un buen puro y los ojillos chiquitines y brillantes.
-No me haga reír, don Julián –dijo con ácida sonrisa don Emiliano-.No me haga reír. No es intencionado, pero mis duritos los llevo yo aquí dentro –se llevó significativamente la mano al chaleco-. Honestos y míos, solo míos. Yo me administro. No necesito bufanda, claro está, pero si la necesitara me la compraría yo. Yo, ¿entendido?
“El abuelo” se ruborizó.
-No ofende quien quiere. A mí me compran todo, me quieren todos. Mis nietecillos, mi yerno, mi hija. ¿Para qué quiero yo ahora unos duremos miserables en el chaleco? Demasiados he manejado en mi vida, don Emiliano. Demasiados. El dinero no me conmueve a mí como a otros. Prefiero lo que da a cambio el dinero: lo que tengo. Una familia, un hogar, un calor… Eso. Llegar a casa. “Abuelo, que le cambio las zapatillas.” “Abuelo, siéntese en el sillón.” “Abuelo, tome usted esto y lo otro”… Eso es. Lo mejor de la vida. No me cambiaba yo ahora por mis veinte años. No, señor. Llegó la hora del descanso, de disfrutar de la vida. Eso es.
Don Emiliano hizo un gesto de compasión y palmoteó el hombro de don Julián, que lo sacudió como si le picara una avispa. Sentados uno junto al otro, estiraron sus piernecillas secas al sol, y sus viejas carnes se adormecieron levemente. No cambiaron una sola palabra, apenas. Se sentían uno junto a otro . Las migas se acabaron y los pájaros huyeron.
-Bueno, amigo, ya me voy –dijo “el abuelo”-; en casa me esperan. Esta noche es una noche hermosa, llena de alegría, y ¡si usted supiera qué hermoso pavo me espera!
-Los ojillos de ambos se encendieron levemente de gula.- Eso traen las fiestas en familia: buena cena, alegría, compañía, felicidad. ¿Oye usted? “Felicidad” Eso se dice, estas fechas. Con que ya sabe: ¡”Felicidad”, don Emiliano!
Don Emiliano saludó con la mano, apenas.
-Gracias, la tengo. Soy feliz como quiero. Sin obligaciones molestas. Ceno pavo la noche que quiero durante el año. No tengo que esperar a estas fechas. Ya lo sabe ustd. Cuídese, que le he visto palidillo.
“El abuelo” calló su mal humor, por lo de la salud. Con paso tardo se dirigió a la casa. Como iba despacio, aunque no estaba lejos, tardaba en llegar. Cuando llegó, la tienda estaba cerrada. Oscurecía ya.
Subió lentamente las escaleras. María, la criada, zafia y mal educada, le vio subir:
-¡Que no me manche la escalera, abuelo!
“El abuelo” la miró indignado.
-¡Osada!
En el piso reinaba el silencio. Levemente el anciano llamó:
-Luisa…, hija…
María asomó su cabeza desgreñada:
-¡Que va a despertar a los niños!... la señora no está.
-¿Qué no está?
-No –escondió una risa-. Esta noche salen. Me han dicho que le deje preparada la cena, abuelo.
-¡Osada! ¡No me llames abuelo!
-¡Usted perdone! Que caliente usted la cena en el gas, que en la alacena hay turrón. Yo salgo también. Así que deje la puerta abierta, por si alguno de los niños llora.
-¿Qué se han ido? ¿Adonde?
-¡Anda! ¡Como que me lo van a contar a mí! ¡Pues puede usted figurárselo! Por ahí, como todos… ¡Y que no está todo animado! Cada día se ponen las calles más majas para estas fechas.
“El abuelo” se quitó despacio la bufanda. La miró, pensativo. La dobló cuidadosamente, como todos los años. Como todos los años, hasta el siguiente. La nueva. Se la compró su vieja , dos años antes de morir. Una lagrimilla fría, casi sin dolor, le subió a los ojos. Lentamente, “el abuelo” subió hacia la buhardilla, donde tenía la cama de matrimonio, alta y solemne. La gran cama que se negó a vender cuando Luisa y su marido compraron muebles nuevos y “refrescaron” el piso, sobre la tienda. “Pues si usted no quiere, tendrá que irse arriba con sus trastos, porque aquí abajo no hay sitio para eso. A estos viejos no hay quien les meta en la cabeza que los tiempos cambian, que ahora la vivienda es difícil, que hay que aprovechar el piso lo más posible…” El abuelo se fue a la buhardilla con su gran cama, con su arca, y con la mecedora donde un día se quedó muerta la pobre Catalina. A veces el perro subía allí y olfateaba un poco. Luego bajaba, con los niños. “Los niños” . Apenas se los dejaban un momento en la mano. Apenas podía tocarlos. Era viejo y las manos le temblaban. Claro que los niños se ponían a llorar en cuanto él los cogía. Pero ya se hubieran acostumbrado… dejó la puerta entreabierta. Por la ventanita vio el cielo de la noche, muy azul, con frías y distantes lucecillas. “Año nuevo”, pensó. La noche llegaba lentamente. Encendió el braserillo y se acurrucó en la mecedora. Rato después le despertó el tufillo de la zapatilla quemada. Escuchó. María se había marchado ya. La llamó en voz baja. Sí, se había ido. Sintió frío y hambre. Lentamente, bajó la escalera, procurando que no crujiera, para que los niños no se despertaran. Entró en la cocina y encendió torpemente el gas, y la corona de llamas azules brotó con fuerza y le quemó un dedo. Destapó una cazuela, y vio un guiso frío, que se puso a calentar. Abrió la alacena y vio los turrones. Estaban duros. Tendría que cortarlos. ¡Bah, daba igual! No tomaría. El vapor de la cazuela le avisó. Volcó el contenido en un plato y lo cogió, con sus manos temblorosas. Sacó una cuchara. Lentamente, subió de nuevo a la buhardilla. Pensaba. “Año nuevo, vida nueva”, solía decir siempre la vieja, la amada y -¿cuánto tiempo hacía que se fue?- la inolvidable Catalina.

Ya había oscurecido cuando don Emiliano se levantó, aterido, del banquillo. “A ver si ahorrando, ahorrando, puedo comprarme un abrigo el año entrante.” Con sus pasillos nerviosos, prodigiosamente erguido, encaminóse a la pensión. El portalillo estaba iluminado, y un tropel de muchachos bajaban la escalera: “Insensatos, dejad pasar.” Se hicieron a un lado. Eran tres estudiantes que vivían en su misma pensión. “Insensatos, locos.” Le recordaban a los de sus clases, en el Instituto, y se le encogió el corazón. “¿Qué le enseñarán ahora? A mí me querían, aquellos. Aquellos que no volverán, que no sé adónde han ido, que no sé si han muerto.” Pero sí, estaban muertos. Como todo. Como todos, alrededor de don Emiliano. “Como yo.” La soledad se agazapaba, tímida, como una niña miedosa de ser descubierta. Don Emiliano recogió su llave y se dirigió a la habitación. En cuanto cerró su puerta, sus espaldas se curvaron, y sus ojos se volvieron tristes. Como dos pajarillos de aquellos que mendigaban las migas del “abuelo”. Don Emiliano se acercó a la ventana, con paso cansado. Miró afuera, y vio el mismo cielo que “el abuelo”, la misma vida bajo el mismo cielo. Don Emiliano permaneció un instante quieto. Luego, lentamente abrió un cajón. Alguien llamó a la puerta. Don Emiliano compuso el gesto, grave:
-¡Pase!
Una criada le miró sonriendo:
-Tenga, don Emiliano, las uvas, de parte de doña Gimena.
Don Emiliano hizo un gesto condescendiente:
-¡Qué bobada, muchacha! Bueno, déjalo ahí.
La criada dejó el plato y salió, riendo. Don Emiliano sacó un sobre y una postal de Año Nuevo. Se caló las gafas y se sentó, pluma en ristre . Con letras algo temblorosas escribió: “No estás solo, querido amigo, aunque todos han muerto. Felicidades.” Firmó. La metió dentro del sobre. Volvió a la ventana. Estuvo así, tiempo. No sabía cuánto. De pronto oyó gran algarabía . Ruido de zambombas y risas de borracho, allá abajo. Allá abajo, muy abajo. Los ojillos de don Emiliano, tristes y grises pajarillos, aletearon. Con pasos sigilosos, cogió el sobre, y salió al pasillo. Miró, a un lado y otro. No había nadie. Con cuidado, se dirigió al buzoncillo de las cartas. La echó. Subió de nuevo, de puntillas. Entró en la habitación, con una leve sonrisa: “Mañana me la entregarán.” Una a una, despacito, sin campanadas, don Emiliano se comió las uvas. Luego se acostó con el nuevo año.




BARRERO PÉREZ, El cuento español, 1940-1980, CASTALIA DIDÁCTICA, 1989.

PUNTO DE VISTA

A veces, los otros nos hacen pensar...

PUNTO DE VISTA
View SlideShare presentation or Upload your own.

sábado, 6 de diciembre de 2008

CANCIONES SOBRE LOS MALOS TRATOS

Gracias Ana Camacho, por estas dos canciones. Tratan con crueldad, pero desgraciadamente con la realidad a que nos tienen acostumbrados y que debemos evitar desde la concienciación y reflexión.

BONDAD O MALICIA. FALSA ALARMA



YA NO PIENSO EN LLORAR. LORNA