domingo, 15 de febrero de 2009

UN LUNES, UN CUENTO (16)


EL PEQUEÑO GIGANTE

Una familia de gigantes tenía cuatro niños, tres de los cuales eran niños gigantes, pero uno era pequeño, no más grande que tú y que yo, y se llamaba Jobo.
Al pequeño gigante Jobo le encantaba jugar con su hermana. Pero lo que más le gustaba era trepar por ella, aunque debía tener cuidado de no enredarse con sus salvajes rizos. En una ocasión se perdió en su espesura y tuvo que gritar pidiendo ayuda; su hermana le sacó con un peine del tamaño de un rastrillo para el heno.
Los gigantes vivían juntos, como nosotros. Se pasaban el brazo por los hombros y por el talle, se besaban con frecuencia y, a veces, se lamían el rostro. A Jobo le daban miedo sus lenguas. Hasta él mismo dio una vez un beso, que sonó como si escupiera un hueso de ciruela.
Tanto si estaban de pie como si caminaban, los gigantes tenían que agarrarse con fuerza unos a otros. En cambio, Jobo empezó a correr muy pronto. Los otros le observaban, se quedaban asombrados y entrechocaban las cabezas.
Los gigantes también tenían unos abrigos enormes, en los que cabían más de uno. Uno metía el brazo derecho en la manga derecha, otro el brazo izquierdo en la manga izquierda, y en medio cabía un tercero, y hasta un cuarto. De esta forma abultaban tanto de ancho como de largo cuando caían en la hierba, y el vaho que les salía por la boca en invierno parecía el de una locomotora.
A la hora de comer ponían ante ellos una fuente en la que todos metían la mano. No sólo se alimentaban a sí mismos, sino que también se embutían patatas en la boca mutuamente o se quitaban unos a otros los mejores pedazos de entre los dientes.
Los gigantes hablaban poco y despacio. Su forma de hablar era parecida a la tuya y a la mía, aunque algunas palabras sonaban comprimidas. Por ejemplo, en vez de decir patata decían pata, y, en lugar de Jacobo, Jobo. Su lenguaje era muy simple. Los lunes la madre decía:
-Hoy es lunes.
Y ellos repetían:
-Lunes.
Después su hermana, agarrando con una mano la barba del hermano mayor, decía:
-Hoy brilla el sol.
Y ellos asentían con la cabeza:
-Brilla.
Repetían todo lo que decían los otros, aunque fueran insultos. Uno le llamaba a otro ono, que significaba tonto, y éste a su vez decía ono, y no se sabía si devolvía el insulto o si se limitaba simplemente a repetir.
Jobo hablaba mucho y rápido, por lo que los gigantes no entendían munchas de sus palabras; sólo comprendían lo que podían repetir. Eran bastante necios; sólo Jobo era inteligente y hábil. Tocaba muy bien el contrabajo, qu él mismo se había hecho con un zueco de gigante infantil. Como era tan listo, se burlaba de sus hermanos cuanto quería. En una ocasión su hermano mayor le insultó porque se bañaba en la sopa caliente. Ono, gritó aquél, y acto seguido los otros repitieron la palabra. Jobo salió de la sopera, cogió su contrabajo y se puso a tocar con tanta destreza que el hermano y el resto de la familia se quedaron boquiabiertos de asombro.
Pero antes de quedarse con la boca abierta, exclamaron admirados:
-¡Diez demonios!
Tú y yo hubiéramos dicho: ¡Mil demonios! Pero es que ellos sólo sabían contar con los dedos y, como no tenían más dedos que nosotros, diez era la cifra máxima a la que llegaban. Por el contrario, Jobo sabía contar hasta veinte, pues, si era necesario, utilizaba los dedos de los pies.
Cuando Jobo vio la boca abierta de su hermano, apartó el contrabajo y el arco, cogió una calabaza y se la metió entre los dientes. Aquél no se quitó la calabaza y no dijo tampoco una palabra más. Agitaba la cabeza y agarraba el aire con las manos como si quisiera estrujarlo. Jobo se compadeció de él. Volvió a coger el contrabajo y tocó con más rapidez que antes, y su hermano abrió la boca tan desmesuradamente que la calabaza se cayó por sí sola.
Por la noche, toda la familia dormía junta, apretujada. Sólo Jobo tenía su propia cama, tan pequeña como la tuya y la mía. Se la había hecho él mismo con una caja.
Algunas veces se ponía a tocar cuando los gigantes ya estaban dormidos. Aún así, ponían cara de asombro, abrían mucho la boca y roncaban. Cuando Jobo dejaba de tocar, cerraban otra vez la boca, así que, con frecuencia, uno acababa mordiendo a otro en la pierna; éste se defendía y empujaba a un tercero. Así comenzaban a zarandearse en la oscuridad y sus miembros se confundían. A menudo se pellizcaban su propia pantorrilla, se insultaban y volvían a dormirse.
Cuando Jobo tenía diez años, empezó a sentirse muy triste. Veía y oía el viento que rozaba la hierba, el pájaro que se dejaba llevar por él y el brillo que producía en el agua. Un día dijo a los gigantes:
-¡Adiós! Quiero salir al mundo.
Los gigantes se estremecieron.
-¿Al mundo? –preguntaron-. ¿Dónde está eso?
Jobo abrazó a sus padres y hermanos y se echó a los hombros el contrabajo.
-Vuelve pronto a casa –dijeron los gigantes.
Tenían los ojos, el pelo y la barba humedecidos por las lágrimas. Ni siquiera vieron qué camino tomaba. Hacían señas en todas direcciones y gritaban:
-¡Vuelve pronto! ¡Vuelven pronto!
Jobo caminó durante tres días y durmió tres noches en el bosque. Al cuarto día encontró un camino y lo siguió. Al atardecer llegó a un pueblo donde vivía gente. Se quedó asombrado por la pequeñez de las casas y por las comodidades que tenían. Aquí viven enanos, pensó.
Había una ventana abierta, oyó tocar un contrabajo. Las notas surgían una tras otra con tanta rapidez como si fuera él mismo el que tocara. Se asomó:
-¡Veinte demonios! –exclamó-. ¡Suena bien!
-¿Cuántos demonios? –preguntó una chica que estaba sentada detrás del contrabajo.
Jobo sólo vio su rostro, pero fue suficiente. Se quedó estupefacto. No había visto nunca nada tan bello. Cuando ella dijo ¡Entra!, él repitió:
-Entra- y entró por la ventana.
No sabía que existían las puertas ni para qué servían.
Así conoció Jobo a los humanos. Era gente como él, y como tú y como yo. Hablaban mucho y rápido, eran inteligentes y tocaban el contrabajo. Para comer utilizaban unos pequeños instrumentos y podían contar hasta un millón, e incluso más.
Jobo y la chica, que se llamaba Rosalía, tocaban juntos el contrabajo desde hacía ya semanas. Antes de empezar a tocar y cuando terminaban, se daban un beso que sonaba como si escupieran al mismo tiempo un hueso de ciruela.
Jobo, que ahora se llamaba Jacobo, decidió quedarse con los humanos. Aprendió a contar, para qué se usaban las puertas y a pronunciar tonto como todos los demás. Sólo cuando se sentía especialmente feliz, triste, furioso o cansado, necesitaba pronunciar las viejas palabras.
Tres años después se casó con Rosalía. Tuvieron cuatro niños; tres de ellos eran humanos, pero en seguida se dio cuenta de que el cuarto era un gigante. Comía muchísimo y crecía por días. Era bastante tonto y abría la boca cuando Jacobo y Rosalía tocaban el contrabajo. Como la casa era demasiado pequeña para él, tenía que vivir en el granero. Caminaba por la hierba con paso cargado y, cuando se agarraba a los árboles, las manzanas que todavía estaban verdes caían en tropel-
-Esto no puede seguir así –le dijo Jacobo a su mujer. Sólo con que el niño tropezara con una valla, las vacas huían despavoridas por los prados.
-Ven, te voy a enseñar el camino a casa de los gigantes –le dijo Jacobo al niño.
-Camino a casa de los gigantes –repitió el niño.
Se rió por primera vez y en voz tan alta que los pájaros salieron huyendo en bandada de los bosques.

JÜRG SCHUBIGER, Cuando el mundo era joven todavía, ANAYA, Madrid, 2003.

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